Palabra Revelada

PALABRA REVELADA
La palabra que Dios pusiere en mi boca, esa hablaré.    
Números 22:38

Jesucristo es el Señor

¿Por qué me llaman: Señor, Señor, y no hacen lo que yo digo? 
(Lucas 6:46)

En nuestro idioma castellano ha surgido un interesante problema en torno a la palabra Señor”. Al dirigirnos a alguien lo hacemos diciéndole: “señor Pérez, señor Fernández”, y también a Jesús lo llamamos Señor.

Esta falta de distinción ha hecho que perdiéramos el verdadero concepto o significado de la palabra “Señor”. El hecho de que a Jesús lo llamemos “Señor” no despierta en nosotros ningún reconocimiento en cuanto al verdadero significado de esa palabra.

Sin embargo, esto no sucede únicamente en los pueblos de habla hispana. Lo mismo ocurre con los de habla inglesa, aun cuando empleen dos palabras: mister y Lord; la primer la usan para las personas y la última para dirigirse a Jesús. Es posible que el concepto de Lord haya perdido su significado a causa del comportamiento poco encomiable de los “lores” ingleses.

En la actualidad, la palabra Señor no tiene para nosotros el mismo significado que tuvo en los tiempos en que Jesús vivió sobre la faz de la tierra. Entonces esta palabra se usaba para referirse a la autoridad máxima, al primero, al que estaba por encima de los demás, al dueño de toda la creación. Los esclavos se dirigían a sus amos utilizando la palabra griega kurios (“señor”) escrita en minúscula. Pero si esta palabra estaba escrita en mayúscula, entonces se refería a una sola persona en todo el Imperio Romano. El César era el Señor. Más aún, toda vez que algún funcionario de estado o tal vez algún soldado se cruzaban por la calle tenían que saludarse diciendo: “¡César es el Señor!” Y la respuesta habitual era: “¡Sí, César es el Señor!”


Es así que los cristianos en aquel entonces se veían confrontados con un problema bastante difícil. Toda vez que alguien los saludaba con las consabidas palabras -¡César es el Señor! – invariablemente su respuesta era - : No, ¡Jesucristo es el Señor! -. Esto les creó dificultades, no porque César tuviera celos de ese nombre, sino que era algo que tenía raíces más profundas. César no tenía la menor duda respecto de lo que ello significaba para los primero cristianos; estaban comprometidos con otra autoridad. En sus vidas Jesucristo pesaba más que el mismo César.

Su actitud decía bien a las claras: “César, tú puedes contar con nosotros para ciertas cosas, pero cuando nos veamos forzados a escoger, nos quedaremos con Jesús, por cuanto le hemos entregado nuestras vidas. Él es el primero. Es el Señor, la autoridad máxima para nosotros”. No es de extrañarse entonces que el César hiciera perseguir a los cristianos.

El Evangelio que tenemos en la Biblia es el Evangelio del Reino de Dios. Allí encontramos a Jesús como Rey, como el Señor, como la autoridad máxima. Jesús es el eje sobre el cual gira todo. El Evangelio del Reino se centra es un Evangelio que se centra en Jesucristo.

Sin embargo en estos últimos siglos hemos venido prestando oídos a otro Evangelio, uno centrado en el hombre, un Evangelio humanista.; el Evangelio de las grandes ofertas, de las grandes liquidaciones, de las colosales rebajas. Es un Evangelio en que el pastor dice: “Señores, si ustedes aceptan a Jesús ...” (ya en esto solamente hay un problema por cuanto es Jesús quien nos acepta a nosotros y no nosotros quienes lo aceptamos a él. Hemos puesto al hombre en el lugar que legítimamente le pertenece a Jesús y por lo tanto ahora el hombre ocupa un lugar muy importante).

Y el evangelista agrega: “Pobre Jesús, está llamando a la puerta de tu corazón. Por favor, ábrele. ¿Es que no lo ves allí fuera tiritando de frío? Pobre Jesús, ábrele la puerta”. No es de extrañarse entonces que los que están escuchando al evangelista piensen que si se hacen cristianos le harán un favor a Jesús.

Muchas veces hemos dicho a la gente: “Si usted acepta a Jesús tendrá gozo, paz, salud, prosperidad ... Si le da cien pesos a Jesús Él le devolverá doscientos ...” Siempre apelamos a los intereses del hombre. Jesús es el Salvador, el Sanador, el rey que vendrá por mí. El centro de nuestro Evangelio son mí, yo.

Las reuniones que realizamos se centran alrededor del hombre. Hasta la misma disposición del mobiliario, los bancos, y el púlpito, son para el hombre. Cuando el pastor prepara su bosquejo para el desarrollo de la reunión no piensa en Dios sino en su audiencia.

“Para el primer himno todos se pondrán de pie, para el segundo estarán sentados para no cansarse; después habrá un dúo para cambiar un poco el ambiente, luego haremos alguna otra cosa y todo cuanto se hace tiene que tener cabida en una hora para que la gente no se canse demasiado”. 

¿Dónde está Cristo el Señor en todo esto?

Y con nuestros himnos ocurre lo mismo. “Oh Cristo mío”. “Cuenta tus bendiciones”. ¡Y qué decir de nuestras oraciones! “Señor, bendice mi hogar, bendice mi esposo, bendice también a mi gatito y el perro, por amor a Jesús. Amén”. Esa oración no es por amor a Jesús sino ... ¡por amor a nosotros! 


Con frecuencia empleamos las palabras apropiadas con una actitud equivocada. Nos engañamos a nosotros mismos. Nuestro Evangelio viene a ser como la lámpara de Aladino de las Mil y una noches;
pensamos que si lo frotamos recibiremos lo que queremos. No es de extrañarse que Karl Marx llamara a la religión el opio de los pueblos. Tal vez tuviera razón, no era ningún tonto. Sabía que nuestro Evangelio con frecuencia no es nada más ni nada menos que una vía de escape para la gente.

Pero Jesucristo no es un opio. Él es el Señor. Usted debe venir y entregarse a Jesús y cumplir con sus demandas cuando Él habla como Señor. Si nuestros dirigentes hubieran sido amenazados por la policía y el sumo sacerdote tal como ocurrió con los apóstoles, es posible que hubieran orado así: “Oh, Padre, ten misericordia de nosotros. Ayúdanos, Señor. Ten piedad de Pedro y Juan. No permitas
que los soldados les hagan ningún mal. Por favor, danos una vía de escape. No permitas que suframos. Oh, Señor, mira lo que nos están haciendo. ¡Detenlos, no dejes que nos hagan daño!” 

Nosotros, nuestro, yo, mí.

Sin embargo, cuando leemos el capítulo cuatro de los Hechos, vemos que ellos no oraron así. Fíjese cuántas veces los apóstoles dijeron .

Y ellos, habiéndolo oído, alzaron unánimes la voz a Dios, y dijeron:
Soberano Señor, eres el Dios que hiciste el cielo y la tierra,
el mar y todo lo que en ellos hay; que por boca de David tu
siervo dijiste: ¿Por qué se amotinan las gentes, y los pueblos
piensan cosas vanas? Se reunieron los reyes de la tierra, y los
príncipes se juntaron en uno contra el Señor, y contra su Cristo.
Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu
santo Hijo Jesús, a quien (tu) ungiste, Herodes y Poncio Pilato,
con los gentiles y el pueblo de Israel, para hacer cuanto tu mano
y tu consejo habían antes determinado que sucediera. Y
ahora, Señor, mira sus amenazas, y concede a tus siervos que
con todo denuedo hablen tu palabra, mientras extiendes tu mano
para que se hagan sanidades y señales y prodigios mediante
el nombre de tu santo Hijo Jesús. Cuando hubieron orado, el
lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos
del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios.
Hechos 24-31

No se trata de un problema de semántica sino que me estoy refiriendo a un gran problema que tenemos en las iglesias respecto de nuestra actitud. No es suficiente que usemos otro vocabulario; debemos dejar que Dios tome nuestros cerebros, que los lave con detergente, que los cepille bien fuerte y que nos los vuelva a colocar en una manera distinta de su posición previa. Todo nuestro sistema de valores debe ser cambiado.

Somos como aquellas personas de la Edad Media que creían que la tierra era el centro del universo. Ellos estaban equivocados y nosotros también. Pensamos que somos el centro del universo y que tanto Dios como Jesucristo y los ángeles giran alrededor nuestro. El cielo es nuestro, todo es para nuestro provecho.

¡Cuán equivocados estamos! Dios es el centro. 


Es necesario que nuestro centro de gravedad cambie. Él es el Sol y nosotros debemos girar alrededor de él. Pero es muy difícil cambiar nuestro patrón de pensamiento. Aun nuestra motivación
para la evangelización se centra en torno al hombre. Muchas fueron las ocasiones que escuché decir mientras me encontraba estudiando...  – Queridos alumnos, ¡fíjense en las almas perdidas! Esa pobre gente irremisiblemente va camino al infierno. Cada minuto que pasa otras cinco mil ochocientas veintidós personas y media se van al infierno. ¿No sienten lástima de ellos? – Y nosotros llorábamos y decíamos:

–: Pobre gente. ¡Vayamos a salvarla!
– ¿Se da cuenta? Nuestra motivación no era el amor a Jesús sino el amor a las almas perdidas.

Todo esto puede parecer hermoso pero es un error, porque toda nuestra motivación debe ser Cristo. No predicamos a las almas perdidas porque están perdidas. Vamos para extender el Reino de Dios porque así lo dice Jesús y Él es el Señor.

Nuestro Evangelio en la actualidad es lo que yo llamo el Quinto Evangelio. Tenemos los Evangelios según San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan y el Evangelio según los Santos Evangélicos. Este Evangelio según los Santos Evangélicos se basa en versículos entresacados de aquí y de allá en los otros cuatro Evangelios.

Hacemos nuestros todos los versículos que nos gustan, los que nos ofrecen o prometen algo, como Juan 3:16 o Juan 5:24 y otros, y con esos versículos formamos una Teología Sistemática en tanto que nos olvidamos por completo de los otros versículos que nos confrontan con las demandas y los mandamientos de Jesucristo.

¿Quién nos autorizó a hacer semejante cosa? 
¿Quién dijo que estamos autorizados para presentar solamente una faceta de Jesús? 

Supóngase que se celebrara un matrimonio y llegado el momento de pronunciar los votos, el hombre dijera: –Pastor, yo acepto a esta mujer como mi cocinera personal, y también como mi lavaplatos personal.

No me cabe la menor duda de que la mujer diría: –¡Un momentito! Sí, voy a cocinar, voy a lavar los platos, voy a limpiar la casa, pero no soy una sirvienta. Voy a ser su esposa. Tú tienes que darme todo tu amor, tu corazón, tu casa, tu talento, todo.

Y lo mismo es verdad respecto a Jesús. Él es nuestro Salvador y nuestro Sanador, pero no podemos cortarlo en pedazos y tomar solamente aquellos que nos gustan más. A veces nos parecemos a los niños cuando se les da una rebanada de pan con mermelada, se comen la mermelada y vuelven a darnos el pan. Entonces volvemos a poner más mermelada y de nuevo se la comen y nos vuelven a dar el pan.  El Señor Jesús es el Pan de Vida y tal vez el cielo es como la mermelada.

¿Qué le parece que sucedería si en algún gran Congreso de Teólogos se llegara a la conclusión de que no hay cielo ni infierno?

¿Cuántas personas seguirían asistiendo a la iglesia después de un anuncio de esa naturaleza?

La mayoría no volvería a poner los pies en la iglesia. “Si no hay cielo, ni tampoco infierno, ¿para qué venimos aquí?” Esas personas van a la iglesia nada más que por la mermelada, es decir, por sus propios intereses, para ser sanados, para escapar del infierno, para ir al cielo. Los tales son los que siguen el Quinto Evangelio.

El día de Pentecostés, después que Pedro concluyera su sermón, dijo con toda claridad:

“Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a éste Jesús a quien ustedes crucificaron, Dios le ha hecho Señor y Cristo” (Hechos 2:36). Ese fue su tema.

Cuando los oyentes comprendieron que Jesús era en realidad Señor “se compungieron de corazón” (versículo 37) y preguntaron: “Varones hermanos, ¿qué haremos?”

La respuesta fue: “Arrepiéntanse, y bautícese cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibirán el don del Espíritu Santo” (versículo 38).

En Romanos 10:9 encontramos resumido el Evangelio del Reino de Dios: “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo”. Jesús es mucho más que Salvador, él es el Señor.

Y ahora voy a darles un ejemplo de lo que es el Quinto Evangelio. Lucas 12:32 dice: “No teman, manada pequeña, porque al Padre de ustedes le ha placido darles el reino”. Este es un versículo muy conocido. Muchísimas veces prediqué sobre ese texto.

Pero, ¿qué dice el versículo siguiente? Lucas 12:33 dice: “Vendan lo que poseen, y den limosna”. Jamás escuché ningún sermón o conferencia basado en este texto, porque no está en el Evangelio según los Santos Evangélicos. El versículo 32 forma parte de nuestro Quinto Evangelio, pero el 33, aunque también es un mandamiento de Jesús, lo ignoramos por completo.

Jesús nos mandó arrepentirnos.
Jesús nos mandó gozarnos y alegrarnos.
Jesús nos mandó amarnos unos a otros como él nos amó.
Jesús nos mandó amar a nuestros enemigos.
Jesús nos mandó vender nuestras posesiones y darlas a los necesitados.
¿Quién tiene el derecho de decidir cuáles mandamientos son obligatorios y cuáles son opcionales? ¿Me comprende? El Quinto Evangelio ha hecho algo extraño: ¡nos ha dado mandamientos opcionales! Si uno quiere los cumple, y si no, es lo mismo.

Pero ese no es el Evangelio del Reino.

Jesucristo es el Señor

Por. Juan Carlos Ortiz, Discípulo. 1975
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El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento.
2 Pedro 3:9
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